Tren burra

Con un apodo como ese es fácil deducir que la rapidez no estaba entre sus fortalezas. Cosa que, ciertamente,  tampoco importaba mucho porque aquellos eran otros tiempos y la gente iba de acá para allá con calma, sin agobiarse. De hecho, lo de «tren burra» no debe tomarse como un insulto sino como un mote cariñoso. Si a uno se le escapaba el tren siempre tenía la opción de echar a correr para alcanzarlo un poco más adelante; y eso es, indiscutiblemente, un punto a favor. Fue a partir de la segunda mitad del siglo pasado cuando los sapiens perdimos por completo el sentido común: la modernidad se nos subió a la cabeza e ir contra reloj a todas partes pasó a ser obligatorio.

De las locomotoras de vapor que subieron resoplando a Torozos la única que se ha conservado es la de la fotografía. Los que vengáis a mi ciudad la veréis presidiendo la plaza de san Bartolomé, muy cerca del lugar en el que estuvo su antigua estación. Ochenta y cinco años vivió según se lee en la lápida colocada a sus pies, los que median entre 1884 y 1969; edad esta muy respetable para cualquier vida humana y probablemente también para una línea férrea.

El páramo de Torozos es el que separa Valladolid de Medina de Rioseco, origen y destino de aquel tren sin prisas, y una de las mejores formas de cruzarlo sigue siendo la antigua huella del ferrocarril. Los ingenieros de la época diseñaron un trazado tranquilo, evitando enfrentarse a las cuestas de cara, buscando siempre las pendientes más suaves sin importar los kilómetros, de la mano de las curvas de nivel. Resultó ideal para las perezosas locomotoras de antaño y aún hoy lo es para un ciclista perezoso como yo, más aplicado en ver los almendros floridos de febrero que en pedalear.

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