Pucelanio

El pucelanio puede pasar desapercibido en un vistazo superficial a la tabla periódica, pero ahí está, ahí estamos. Así somos los de Pucela, gente sencilla, a la que no le gusta destacar. Quizá esa forma de ser nos la dé el relieve provincial, llano a más no poder.

En todos los años que llevo dando botes por el mundo he podido participar por correo en las elecciones generales que ha ido habiendo, y algunas de esas batallas consulares ya os las he contado. Esto es así porque por muy ultramarino que uno temporalmente sea la nacionalidad española no se pierde. Pero la cosa cambia cuando se trata de elecciones municipales y te pillan empadronado en el quinto pino; ahí ya no quieren saber nada de ti tus paisanos, por muy vallisoletano que hayas nacido. Ya no eres vecino, y como muy bien dijo Rajoy «Es el vecino el que elige al alcalde y es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde»

Ahora estoy aquí, en casa, y van a ser estas mis primeras elecciones municipales como jugador de poker. Buen demócrata que es uno, he ojeado los programas electorales de los diferentes partidos políticos y os puedo asegurar que nada se dice en ellos sobre el trascendental asunto de los juegos de cartas. No sé cómo será en otros lugares pero ningún candidato a alcalde en Valladolid apuesta por el vicio. Qué locos. En fin, a pesar de todo iré a votar, y lo haré con mi camiseta de pucelanio puesta, para demostrar que los muchos viajes no me han hecho perder las raíces, que mi pureza genética castellana sigue intacta.

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Gafotas Gobo

La semana pasada estuve en la óptica y me pusieron unas gafas más gordas, tipo duralex. Pero no os voy a contar lo que me dijo el oftalmólogo respecto a mi visión borrosa, el rollo ese sobre cómo el cristalino va degenerando hasta que ya uno es incapaz de enfocar de cerca como Dios manda, o sea, como Dios manda en los jóvenes, porque para los viejos Dios manda cosas muy distintas. Y no os lo voy a contar porque hoy estoy de buen humor y no quiero hablar de presbicias y achaques varios. Sé que yendo por ahí, por las cosas de la edad, me enveneno, lo tengo comprobado, y hoy paso.

Con espíritu positivo he tomado el advenimiento de mis nuevas gafotas de culo de vaso como una señal para estudiar. Y eso ha pasado en poquísimas ocasiones a lo largo de mi trayectoria como jugador, yo diría que en tres o cuatro. Pero en fin, no creo que por hincar los codos una vez más me vayan a expulsar de mi estimado club de holgazanes.

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Desayunos modernos

Mi abuela vivió 99 años comiendo pan y ni a ella ni a ninguno de los de su generación se les pasó jamás por la cabeza que pudiera haber algo de malo en él. Para todos ellos los carbohidratos -palabro que desconocían- eran una bendición en la mesa. Y si la Guerra Civil y los años que vinieron después resultaron tan terribles fue porque, entre otras cosas, no había pan que llevarse a la boca.

Pienso ahora que toda aquella gente dura habría alucinado si hubiera tenido ocasión de conocer a los nutricionistas modernos. Yo en cambio, desoyendo el sentido común de mis antepasados, me he creído el cuento y me he convertido en un amante de las bayas, engrosando así las filas de esas sectas paleolíticas, cazadoras y recolectoras de frutos en tiendas telúricas, que no dejan de captar adeptos entre los urbanitas. El pan de trigo ni tocarlo, y de ningún otro neolítico cereal. A mí ya no me habléis de otra cosa que no sean superalimentos, rollo aguacate, açaí, semillas de chía y cosas así; todos con nombres exóticos porque está demostrado que venden mejor.

En mi descargo puedo decir que estas venadas que me dan de vez en cuando tan pronto como vienen se van. Espero que esta última no sea una excepción. Pero de momento, y por méritos propios, me he convertido en el más tonto de mi pueblo.

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La de la próstata

¿Sabíais que la próstata de un tío joven se asemeja por tamaño a una nuez, la de un pureta como yo tira más a albaricoque y en un abuelo puede alcanzar el volumen de un limón? Yo tampoco lo sabía, todo esto me lo explicó el urólogo en su consulta la semana pasada. Y aunque él no me lo dijo, por mi cuenta he llegado a la conclusión de que la próstata pertenece a la familia de la nariz y de las orejas, apéndices corporales que por alguna extraña razón nunca dejan de crecer. Y a pesar de eso, o quizás por ello, cada vez funcionan peor. Fatiga de materiales puede que sea.Los urólogos son buenos conversadores, eso es lo que os puedo contar de mi experiencia, aunque traicioneros, porque en cuanto les das la espalda un segundo aprovechan para enfundarse un guante de látex. Poniéndolo todo en la balanza, jóvenes lectores, mi consejo es que os mantengáis alejados de ellos cuanto más tiempo mejor.

Vuelvo y vuelvo sobre lo mismo, pero de verdad creo necesario combatir aquello de que envejecer resulta maravilloso porque ese mantra es, simple y llanamente, una de las mayores patrañas que nos ha regalado el siglo XXI. Vamos a dejar las cosas claras: a partir de cierta edad cumplir años es una condena. No me canso de repetirlo y todo el mundo me responde que la alternativa a no cumplirlos es todavía peor. Y con ese maldito argumento me hacen cerrar la bocaza.

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Últimas voluntades

Estaba seguro de haberlo leído pero no podía recordar donde. Y resulta que era algo que había escrito yo siete años atrás:

En lo que llevo vivido he aprendido que cuando uno se ve obligado a cambiar la cerveza por algún triste sucedáneo nada bueno sigue después, y ya solo queda cruzar los dedos confiando en que, de entre todas las maneras posibles, la perra vida elija la menos sádica para darte la última patada.

Siete años después ese soy yo. Bebo la cerveza sin alcohol y el café descafeinado. Y además ya no invierto en bolsa, compro Letras del Tesoro -esa aversión al riesgo es tan sintomática como todo lo anterior-. Atando cabos uno se da cuenta de que ha doblado la última esquina de la vida y que ha entrado en la calle final. Imposible saber cómo de larga será, ojalá sea kilométrica, no obstante la prudencia aconseja ir preparándose para el delicado trance. Esta semana he hecho testamento.

Los lectores de este blog se reparten en dos mitades: gente de mi pueblo, la mayor parte terratenientes podridos de hectáreas y de dineros; y jugadores de poker, igualmente millonarios porque, como todo el mundo sabe, en este oficio los pobres somos la excepción y no la regla. Dejaros mis cuatro perras habría sido como echar agua en la mar; a la Asociación de Fraggles Huérfanos le vendrán mucho mejor.

Perdón por la tristeza. Y tranqui todo el mundo porque antes de estirar la pata pienso dejaros unas cuantas entradas más. De acuerdo, no serán gran cosa, pero quién sabe, a lo mejor después de muerto hasta se revalorizan y las podéis vender en el rastro.

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23 de abril

Tal día como hoy nos llevaron a los de mi colegio a visitar las Cortes de Castilla y León. Aquello pasó en los años ochenta del siglo pasado, cuando la sede estaba en el castillo de Fuensaldaña. Recuerdo haber pensado entonces que eso era muy apropiado, que siendo castellanos lo lógico era alojar la soberanía del pueblo dentro de un castillo.

Acabo de repetir la experiencia casi cuatro décadas después: esta mañana he aprovechado la jornada de puertas abiertas para visitar la nueva sede, que está en Valladolid desde 2007, en un edificio sin alma pero seguramente con mejor sistema de calefacción. Y he vuelto con lápiz y papel, tomando nota de las explicaciones, igual que cuando fui de chaval a Fuensaldaña. Atrás quedaron para siempre las celebraciones de mis años mozos con calimocho y con cero afán pedagógico. He cerrado el círculo.

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Chamanes de La Rondilla

Son las machis -generalmente son ellas y no ellos- las encargadas de sanar cuerpos y almas en la cultura tradicional mapuche. No he participado nunca en ninguna de sus ceremonias de curación pero, por lo que he podido leer sobre el asunto, allí se mezcla un poco de ciencia con un mucho de otros ingredientes que nada tienen que ver con las hierbas medicinales.

Conozco mejor Valladolid que la Araucanía y por eso os puedo contar, en este caso de primera mano, que los chamanes de mi ciudad habitan en La Rondilla. Se apellidan López o García, y celebran sus rituales en los bares del barrio que ellos mismos regentan. La sanación se confía al vino clarete y al pincho de tortilla porque aquí, en Castilla, no hay sacrificios ceremoniales ni tampoco humos sagrados -antes sí los había, pero después los de sanidad nos prohibieron fumar-. En cualquier caso la curación del parroquiano depende no tanto de los productos de la tierra como de su fe ciega en el chamán, convertido en auténtico guía espiritual. Y eso es algo llamativo, algo que fuera de las culturas precolombinas solamente se encuentra en La Rondilla.

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Todos mis pingüinos

Uno de los mejores recuerdos de mi etapa sudafricana tiene que ver con él, con el pingüino de El Cabo (Spheniscus demersus). Nunca antes había visto pingüinos y aquello fue un amor a primera vista que ha perdurado a lo largo de los años. Si hace un par de meses me animé a viajar a Ecuador fue sobre todo por conocer a su pariente del norte, el pingüino de las Galápagos (Spheniscus mendiculus). Vivir en Chile todo este tiempo me ha permitido además estar siempre cerca de los pingüinos de Humboldt (Spheniscus humboldti) y de Magallanes (Spheniscus magellanicus) -ya os he hablado alguna vez de lo friísima que está el agua en las costas de por allá-. Todos ellos se tiran un aire, y no hace falta ser biólogo o saber latín para darse cuenta de que son primos cercanos.

La familia aumentó en la escapada antártica navideña: pingüino papúa (Pygoscelis papua), pingüino barbijo (Pygoscelis antarcticus) y pingüino de Adelia (Pygoscelis adeliae); miles y miles de ellos por todas partes. La Antártida no es un continente que destaque por su biodiversidad pero cuando de biomasa se trata tiene mucho que decir, gracias sobre todo al krill antártico, un auténtico campeón de la productividad sobre cuyos hombros recae la explosión de vida estival que cada año inunda el sur. Toda una fiesta pingüinera.

Dos más tengo en mi lista: el pingüino rey (Aptenodytes patagonicus) que conocí en Tierra del Fuego, grandote y colorido, y el pingüino azul (Eudyptula minor) en Tasmania, chiquito pero matón.

Esas, las de la imagen, son todas las especies que existen. Mis checks solamente alcanzan a la mitad, ya veis la de trabajo que quedó pendiente. Me hubiera gustado conocer a alguno de esos macarrillas con crestas de colores, pero no pudo ser porque el mundo es muy grande, la vida muy corta y, en realidad, los pingüinos y las cartas tienen muy poco que ver. Después de muerto espero no ocupar otra vez el cuerpo de un jugador de poker de segunda división, en mi próxima reencarnación me gustaría ser David Attenborough.

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El pingüino del norte

No es fácil ser pingüino. Nunca lo ha sido, pero vivir en un planeta cuyos mares no dejan de ganar temperatura hace que últimamente todo sea más complicado para ellos. Con este panorama, acantonarse en un archipiélago del Pacífico atravesado por el ecuador parece de locos, una auténtica misión suicida. Y sin embargo allí están algunos, aguantando el tirón, unos pocos miles de valientes que no tienen ninguna intención de darse por vencidos. Son los pingüinos de las Galápagos.

Las corrientes marinas de Humboldt y Cromwell que por aquí afloran les refrescan y proporcionan alimento, y a ellas les deben la vida. Fuera de ese oasis acuático inesperado dentro de la banda latitudinal más tórrida del planeta -la geografía tiene sus rarezas a veces-, todo lo demás son inconvenientes para animales tan bien diseñados contra el frío como son los pingüinos: un sol de justicia en las horas centrales del día; una actividad volcánica desbocada en las islas Isabela y Fernandina que amenaza constantemente con achicharrarlos a todos; y un vecindario extrañísimo, muy reptiliano yo diría, al que no debe de ser fácil acostumbrarse.

Han hecho de las grutas costeras su casa, nadan entre las raíces de los manglares, se disputan la comida con cormoranes que ya no pueden volar y bucean junto a las únicas iguanas marinas del mundo. Ese es el día a día de los pingüinos en Galápagos. Si se lo contaran a sus parientes de la Antártida no se lo creerían.

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Sobre la línea equinoccial

Don Quijote y Sancho hablaron de muchas cosas en el tiempo que pasaron juntos, también de geografía. En una de esas, surcando las aguas del Ebro, el ingenioso hidalgo tuvo el pálpito de haber dejado ya atrás la línea equinoccial y le pidió a su escudero que hiciera la correspondiente comprobación:

– Sabrás, Sancho, que los españoles, y los que se embarcan en Cádiz para ir a las Indias Orientales, una de las señales que tienen para entender que han pasado la línea equinocial que te he dicho es que a todos los que van en el navío se les mueren los piojos, sin que les quede ninguno, ni en todo el bajel le hallarán, si le pesan a oro; y, así, puedes, Sancho, pasear una mano por un muslo, y si topares cosa viva, saldremos desta duda, y si no, pasado habemos.

—Yo no creo nada deso —respondió Sancho—, pero, con todo, haré lo que vuesa merced me manda, aunque no sé para qué hay necesidad de hacer esas experiencias, pues yo veo con mis mismos ojos que no nos habemos apartado de la ribera cinco varas […]

Sancho llevaba razón, como casi siempre. Pudo certificar en tierras de Aragón que todos sus piojos seguían con él, y así quedó científicamente demostrado que navegando el Ebro no se cruza el ecuador, como mucho se llega al Mediterráneo.

En aquella desparasitación milagrosa que nunca fue iba yo pensando justo antes de atravesar los cero grados de latitud, la línea imaginada que parte al planeta por la mitad y al Pacífico con él.

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