Es una carta bonita de ver. Suma cuatro puntos en la brisca, y al tute sirve para cantar las veinte o las cuarenta, según los casos. Tampoco le haría ascos ningún jugador de julepe. Los reyes ocupan el tercer puesto en el ranking de la baraja española, algo digno de respeto incluso para los no monárquicos. Yo, que jamás pasaría por borbónico, nunca tuve nada en contra de los de la baraja hasta que el otro día uno de ellos me apuñaló por la espalda.
Han tenido que pasar doce años como jugador profesional y toda una vida como aficionado a las cartas para soñar una sola vez con ellas; o al menos para recordar lo soñado al despertar. Fue una siesta movida como pocas la de ayer, tan movida que me catapultó a casi dieciocho mil kilómetros de distancia y me hizo regresar al Crown de Melbourne, al casino que fue mi segunda casa en los meses en que viví por allá. En mi sueño todo estaba igual en su poker room, exactamente como yo lo recordaba, incluso seguía en su sitio la foto de un Gus Hansen jovencico, del 2007, el año que ganó el Aussie Millions.
Hasta ahí lo ordinario. Lo extraordinario vino después, porque la cámara de los que manejan las cámaras en los sueños se acercó a la mesa en la que yo estaba sentado y pude ver que no jugaba la calderilla habitual sino pasta gansa. En ese momento crítico peleaba en medio de una mano que se había resuelto preflop y todo el dinero había acabado dentro: mis ases contra los reyes del villano. Por supuesto el riverazo llegó y sentí el intenso dolor que acompaña a la pérdida de veintisiete mil dólares. Recuerdo la cifra exacta.
De vuelta al sofá de mi casa, ya con los ojos abiertos, no podía dejar de pensar en el maldito rey del river que tanto dinero me había costado. No era de corazones, no era de diamantes, no era de picas, no era de tréboles; era clavadito al de la foto que acompaña a esta onírica entrada. ¿Qué hacía un rey de oros infiltrado en una baraja de poker en un casino australiano? ¿Qué se le había perdido a Heraclio Fournier entre los canguros? Nadie se lo preguntó, ni siquiera yo que era el perjudicado. A todos los de la mesa nos pareció lo más normal del mundo.