Fue una conversación recurrente durante una época de mi vida. Ya no era un niño entonces, ni tampoco un adolescente, y el poco juicio que le da a uno el entrar en la universidad me había permitido descartar lo de ser futbolista o estrella del rocanrol.
Mi amigo el de la última fila y yo lo teníamos claro: la fama nos importaba un carajo, lo que queríamos era ganar pasta, pasta gansa, cuanta más mejor. Sabíamos que la geografía y morirse de hambre eran básicamente la misma cosa, y en aquella fila de atrás de aquel aula de la Facultad de Filosofía y Letras se barajaron todo tipo de salidas profesionales más o menos descabelladas, entre ellas la de soldador de gasoductos o la de currante de plataforma petrolífera. Sobra decir que la vida, como siempre hace, nos llevó finalmente por donde quiso. Mi socio de sueños acabó apretando tuercas en Renault y de mí que os voy a contar que no sepáis ya… ¿conocéis a algún jugador de NL 100 millonario? Pues eso.
Lo que me fascinaba de las plataformas petrolíferas -probablemente fuese yo el que aportara la idea- era eso de trabajar unos pocos meses, encerrado, sí, pero por un sueldazo, y después vivir de las rentas hasta la próxima campaña. Como un marqués. Para no volverme loco, más loco de lo que llegué a la Argentina quiero decir, me ha dado por pensar que Buenos Aires se ha convertido para mí en esa plataforma petrolífera. Mis claustrofóbicos días solamente albergan sesiones interminables de poker: trabajar y dormir serían dos buenos verbos para resumir esta última etapa. Son ya 550.000 manos cuando escribo esto y, a este ritmo, serán 700.000 al finalizar el mes de julio, es decir, básicamente el total previsto para 2020.
Van pasando los días en fila india y no consigo distinguir unos de otros. Los odiados días iguales me tienen acorralado, o eso creen ellos, porque secretamente voy rumiando mi venganza, una venganza que tiene forma de plan para escapar de este encierro y vivir los días del resto del año lo más desigualmente posible.