Haber viajado

Todo el mundo sabe que los pasaportes, igual que los vikingos, deben morir en combate para alcanzar su particular Valhalla. Por eso yo al mío le prometí que llegaríamos juntos hasta el final, hasta la contraportada. Quería ahorrarle el deshonor de caducar con páginas en blanco. Y lo cierto es que nos estaba yendo muy bien, los planes marchaban según lo previsto, teníamos el número exacto de espacios libres para los meses de vigencia restantes. Pero el planeta se paró en marzo de 2020 y nadie lo vio venir. Todos los pasaportes del mundo quedaron varados.

No va a ser fácil cumplir la promesa pero no pienso tirar la toalla. Le tengo un cariño especial a mi pasaporte, es de hecho el corazón de malviviendodelpoker. Se lo debo. Os confesé una vez que odio los souvenirs porque soy de los que piensan que cualquier objeto sacado de su contexto pierde automáticamente su significado. No necesito tener un didgeridoo en el salón de casa para recordarme a mí mismo que estuve en Australia, ni mucho menos para que mis visitas sepan que estuve en Australia -si perteneciera al clan de los que restriegan a los demás todos sus movimientos se podría saber algo de mí en las redes sociales, pero no es el caso, mi perfil de Facebook está más muerto que el pollo frito y el de Instagram es inexistente-. Tan mal me caen los souvenirs como los coleccionistas de followers y souvenirs. Mis recuerdos viajan conmigo en el pasaporte, es lo único que necesito. Como si de un diario se tratara, me basta con pasar sus páginas para volver a vivir lo que se esconde en cada sello. Sellos estampados en un código secreto que solo yo puedo entender, porque lo bueno y lo malo dejado atrás en cada lugar solo a mí me concierne.

Se va acercando el día en el que nos colocarán a todos un chip en la oreja para saber en cada instante lo que hacemos y lo que dejamos de hacer, dónde estamos y dónde no. Afortunadamente mi viejo pasaporte no sabe nada de esas modernidades, él es un despreocupado superviviente del pasado. Ajeno por completo al final de su era, conserva intacto ese encanto decimonónico de la tinta y el papel que muy pronto se extinguirá del todo y para siempre. Razón de más para despedirlo como se merece.

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