Rayitos de sol

A 34 grados de latitud al sur del ecuador los inviernos también existen, y aquí en Buenos Aires está llegando. A mediados de marzo el sol pegaba de plano en la terraza de la casita de Palermo, pero desde entonces su luz y su calor se han ido esfumando poco a poco, sin hacer ruido. Apenas se levanta ya lo suficiente entre los bloques de hormigón de alrededor como para alegrarnos la vida cincuenta y cinco minutos al día.

Si lleváis un tiempo conmigo probablemente me hayáis escuchado despotricar contra quienes deciden qué merece la pena ser visitado y qué no. No es nada personal, entiéndaseme bien, es solo que cuando la gente de Lonely Planet decide que tal o cual lugar tiene una magia especial, o una energía estremecedora, o un encanto sobrenatural -no escatiman en calificativos sonoros-, pues claro, todo cambia para siempre. Irremediablemente. No os podéis hacer una idea del rebaño de seres espirituales que va para allá a encontrarse consigo mismos. San Pedro de Atacama, en el norte de Chile, o San Cristóbal de las Casas, en el estado Chiapas, al sur de México, son dos buenos ejemplos. Continúan siendo dos pueblecitos preciosos, indiscutiblemente, pero ya no se puede dar una patada a una piedra sin que aparezca un idiota tocando el ukelele. No sé si veis por dónde voy…

Por eso, y porque tanto tiempo de encierro ya va haciendo mella, vais a permitirme que me ponga moñas y os diga que la hora escasa que paso al sol con mi gato porteño, en nuestra terraza, es el mejor destino del mundo. Ya estamos los dos deseando que llegue mañana para repetir.

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