Dólares azules

Imagino que los llaman así porque apellidarlos negros habría sido demasiado obvio. Definitivamente blue dollar suena mucho más cool.

Por lo que he podido averiguar en el tiempo que llevo aquí, todo este galimatías semántico y cambiario arranca con la Kirchner y las restricciones impuestas por su Gobierno a la adquisición de moneda extranjera. Y hasta hoy. A ningún viajero le recomendaría cambiar dólares o euros en los mil chiringuitos extraoficiales que se pueden encontrar en casi todos los países del mundo, y ello porque el altísimo riesgo de ir por lana y salir trasquilado hace que la idea de pasarse de listo no resulte nada atractiva. Pero en la Argentina las cosas funcionan de otra manera, aquí es tal el sablazo de pasar por el aro oficialista que contemplar otros escenarios es poco menos que obligatorio.

Hace unas semanas os contaba que, en tiempos de cuarentena, la lectura era la única alternativa al avión para descubrir el mundo. Al menos yo ya había descartado el resto de las opciones. Pero eso era hasta ayer, porque justamente ayer pude comprobar por fin que sí existen los universos paralelos de los que hablan algunos científicos locos.

En su día me harté de dar vueltas en Londres buscando Diagon Alley, ya sabéis, el famoso callejón con tiendas donde comprar varitas mágicas y cosas así; pero nada, no hubo manera. Idéntico fracaso tuvieron mis pesquisas sobre el no menos famoso andén 9¾ de King’s Cross; nada de nada, lo único con el mismo nombre que fui capaz de encontrar en esa estación de tren fue un tenderete más falso que Judas para sacar los cuartos a los turistas, pero no el de verdad, al genuino andén del Hogwarts Express me refiero. Así que después de esas malas experiencias renegué de la teoría del multiverso.

Por eso cuando me dijeron el otro día que para cambiar divisas no debía ir al banco sino a la tienda de mi calle, a la que siempre voy, me acerqué sin mucha fe. Aquella tienduca de barrio a la que soy fiel desde el principio de mi condena en Palermo era lo menos parecido a una casa de cambio que había visto en vida. De hecho un muggle como yo jamás hubiera sido capaz de encontrar el acceso al pasaje secreto sin la ayuda de un iniciado. Solamente al pronunciar las palabras mágicas -algo así como un Alohomora en lunfardo- alguien desde dentro del pequeño supermercado familiar me hizo ver la puerta oculta entre cajas de naranjas y manzanas que de inmediato se abrió. Y allí dentro, en un cuartito oscuro no mucho más grande que un ascensor, no había fruta de temporada, sino dólares azules.

Dicen que el hambre agudiza el ingenio. Y yo digo que el aburrimiento inherente a las cuarentenas hace lo propio con el atrofiado sexto sentido que todos llevamos de serie. Hay todo un filón de realidades alternativas a la vuelta de la esquina, destinos viajeros que no tienen nada que envidiar a los convencionales. Ahora sí estoy seguro de ello. Se trata simplemente de prestar atención a las puertas que resultan menos obvias, y de atraverse a cruzarlas.

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