Seguridad Social

Ayer estuve en la Tesorería General de la Seguridad Social. Ese nombre tan largo le han puesto, aunque para los administrados siempre será Seguridad Social, a secas; después de tantos años entre nosotros ya hay confianza. Fui por allí porque quería saber que había de lo mío, y la señora funcionaria que me atendió me dijo que de lo mío había esto: 5599.

Es un número bien bonito, estaréis de acuerdo conmigo, un número que representa los días que estuve dado de alta en su sistema y que se quedó congelado en el tiempo en el mismo momento en que cambié mi condición de oficinista asalariado por el extraño oficio de tahúr nómada. Fue una condena de quince años, cuatro meses y un día -así también puede expresarse el mágico 5599- encadenado a la pata de una mesa con vistas a un montón de papeles.

Absolutamente nada es gratis en esta vida y romper aquella cadena también tuvo su precio. Ver los Andes desde la ventana, tener como vecinos a los canguros de Melbourne o el mar Caribe a las puertas de casa exigió ciertas renuncias, las propias de la imposibilidad de nadar y guardar la ropa al mismo tiempo. Porque puede que la Seguridad Social tenga muy mala fama entre mis compatriotas, pero después de las vueltas que llevo dadas os puedo asegurar que por ahí fuera las alternativas son mucho peores. Nunca pensé que la llegaría a echar de menos.

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