Todo esto era campo

La frecuencia de los autobuses de la línea 8 es de doce minutos los días laborables. Eso es lo que se lee en el cartel de la marquesina de mi calle. Pero es mentira, pasan cuando quieren.

Allí estábamos esta mañana un jovenzuelo y yo, a pie quieto, cubiertos por la niebla y con el termómetro de la farmacia de enfrente marcando dos grados bajo cero y tonteando de vez en cuando con el menos tres. A esto me refería cuando os contaba hace unos días que Valladolid en invierno es lo más parecido a la Antártida que conozco. Lo de aquí es incluso peor en realidad, porque mientras los del centro de Castilla nos escarchamos, el resto de los nacionales disfruta del solecillo típico de los anticiclones invernales que se posan en la península ibérica. Una bendición en forma de luz y calor que a los pucelanos nos es negada por sistema y que despierta esa envidia tan venenosa y tan española. Creo que llevaría mucho mejor tiritar solidariamente con miles de pingüinos en el continente helado, aunque fuera a menos quince, que vivir jodido de frío aquí en mi país, donde tengo que aguantar en cada telediario a los de Benidorm yendo a la playa.

El universitario de barbitas que tenía al lado en la marquesina no era de por aquí, y si lo sé es porque me habló. Ningún local hubiera hecho algo así. Mis paisanos y yo no somos de mucho hablar, nos cuesta un mundo entablar conversación entre conocidos y solamente nos dirigimos a desconocidos en situaciones excepcionales, en circunstancias de emergencia yo diría. Quizá sea este maldito clima que nos avinagra el carácter. Después de veinte minutos largos de espera, y supongo que movido por el aburrimiento, el chaval se dirigió a mí para quejarse del frío y de la impuntualidad del transporte público local, y de ahí pasamos al tema del urbanismo. Y ya no recuerdo los argumentos de en medio, pero no se me ha olvidado la demoledora frase con la que finiquité la conversación justo antes de que el autobús, por fin, llegara y abriera sus puertas ante nosotros: «Todo esto era campo» fue lo que dije señalando alrededor. Inmediatamente me di cuenta de lo que significaba la perla que acababa de soltar y quise volver a meterme esas cuatro palabras en mi bocaza, pero ya fue imposible. Salieron con parsimonia, casi con solemnidad, y se deshicieron con el vaho en el que iban envueltas después de golpearnos los tímpanos. No pude evitar oírlas.

Esas mismas cuatro palabras dichas por carcamales las había escuchado mil veces cuando yo era un crío recién llegado del pueblo a Valladolid. Y ahora era yo el carcamal que se las había dicho a un rapaz. Esa vocación maratonista tardía, esos amigos que ya tenían que alejar el móvil para poder leer los mensajes, esas canas y patas de gallo que me devolvía el espejo cada mañana, ese «todo esto era campo»… ¿Y si había pasado sin darme cuenta la hoja roja de la que hablaba Miguel Delibes? ¿Y si ya no estaba en edad de seguir posponiendo sueños? El peso de las evidencias me derrumbó en uno de los asientos de la última fila del bus.

Definitivamente no, no estoy en edad de seguir posponiendo sueños. Cuando bajé en la parada de Poniente ya había decidido que este verano austral viajaría a la Antártida.

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2 respuestas a Todo esto era campo

  1. Raúl M dijo:

    Jajjajajaj, que historieta más graciosa. Tu alegre forma de contar las cosas me encanta. Y nunca es tarde si….

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