Sin noticias de Rudolph

Sabía de primera mano que Rudolph pasaba las vacaciones de verano en el norte de Noruega. Su pariente ibérico más cercano, el reno Renardo, me lo había dicho cuando visité España antes de volar a Tromsø para correr el maratón.

El tiempo estaba en mi contra, y no solo el meteorológico -el sugerente sol de medianoche insistía en permanecer oculto entre unas nubes que no dejaban de mandar agua-, sino sobre todo el otro, el que marcan los relojes. De la lluvia uno puede protegerse con la ropa adecuada y además yo a esas alturas ya me había acostumbrado, ciertamente eso resultaba un mal menor, pero defenderse del paso de los días en un país tan dolorosamente caro como Noruega era harina de otro costal. Por limitaciones presupuestarias solo disponía de una semana para intentar encontrar a Rudolph entre chaparrón y chaparrón.

Inexplicablemente tiene muy buena prensa en el resto del hemisferio occidental, sin embargo por estas latitudes lo han calado bien y saben que el gordito barbudo es un negrero capitalista. Alienta el consumismo más salvaje e irresponsable y mantiene esclavizados a renos y elfos con contratos basura. Ese es, resumidamente, el famoso Santa Claus, fuente de inspiración y guía espiritual del que más manda en Amazon, el no menos famoso Jeff Bezos. Ante ese panorama era comprensible que el reno de nariz roja, el entrañable Rudolph, aprovechara sus escasísimos días de vacaciones sin sueldo para correr a sus anchas liberado de la carga del trineo de su patrón. Definitivamente no iba a ser sencillo encontrar a un animal que desde niño había querido abrazar.

Crucé fiordos, subí y bajé montañas y solamente descansé cuando llegué a una ciudad  ya muy al norte llamada Alta. La de la foto es su catedral, así es exactamente como luce a las doce de la noche en el solsticio de verano. Si Leo Harlem hubiera venido conmigo seguramente habría dicho que la hicieron con las latas de espárragos que le sobraron al arquitecto del Guggenheim de Bilbao. Pero como Leo no me acompañó pues ya lo digo yo. Definitivamente uno de los lugares más extraños que he pisado jamás. Pero aquel no era país para renos. Tendría que seguir camino si quería encontrar a Rudolph.

Vuelta al coche con las botas llenas de barro y rumbo a Nordkapp, donde la tierra por fin termina a setenta y un grados de latitud norte. Ahí se perdían sus huellas. Me dijeron que lo vieron saltar por el acantilado y desaparecer entre las nubes en dirección a Svalbard. Como podéis comprender no es nada fácil alcanzar a un reno volador. Y hasta allí no pude seguirle, al menos no esta vez.

Esta entrada fue publicada en Matt "El viajero" y etiquetada , , , , . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.