Sesenta y nueve grados de latitud me parecieron muchos desde el principio. Jamás había estado tan arriba pero por lo que vi de chaval en los documentales de la tele, aquellos que echaban antes en La 2 a la hora de la siesta, intuía que en el norte de Noruega, más allá del círculo polar ártico, muy bueno no podía hacer ni siquiera en verano. Y efectivamente.
Los organizadores del maratón de Tromsø se cuidaron muy mucho de no subir a su web estampas a granel, seleccionaron solamente las fotos de aquella edición maravillosa en la que lució un espléndido sol de medianoche –marketing escandinavo que se llama-. Se trataba de camelar a maratonistas incautos, no de espantarlos, lógicamente. Y pues eso, aquel día inmortalizado en preciosas fotografías debió ser un día extraordinario porque de ordinario lo suyo es que el tiempo esté, por decirlo suavemente, revuelto al menos. Nunca en mi vida me había llovido tanto encima.
Del resto de los maratones guardo imágenes en el recuerdo pero del de Tromsø solamente conservo sonidos: el de las gotas de lluvia al caer entre los graznidos de las gaviotas. Así fue desde el minuto uno hasta el kilómetro cuarenta y dos. El señor del tiempo de Noruega había anunciado el día antes que iba a ser una carrera pasada por agua y lo clavó. En cualquier caso ya era tarde entonces para pedir devoluciones. Con una temperatura más bien fresca, viento a ratos y lluvia constante, a la meta llegaron tiritando hasta los noruegos. Imaginad cómo terminamos los del sur.
Y hasta ahí la parte desapacible de la expedición, porque Tromsø, además de ser el hogar del gratificante y último de mis seis maratones hasta la fecha -se los quiere a todos igual, como a los hijos por muy cabrones que salgan-, fue el comienzo de un increíble viaje hasta el confín septentrional del continente europeo.
malviviendodelpoker 