Cuarenta y dos kilómetros corriendo dan de sí para muchas cosas, pensar entre otras. Si encima eres de los míos, de los que no van deprisa quiero decir, entonces, además de dar a tus ideas todo el tiempo del mundo para ordenarse, sobran horas para contemplar el paisaje y hablar con la concurrencia. A Sharon Kerson yo le dediqué un minuto como todos los demás corredores.
El maratón Rapa Nui parte de Hanga Roa, en el sur de la isla, y después de callejear un rato por la diminuta capital se dirige hacia al norte, hasta la playa de Anakena. Eso suma aproximadamente veintiún kilómetros, después hay que volver, y volviendo fue cuando me crucé con Miss Kerson, más o menos en mi p. k. 30, es decir, en su p. k. 15. Las cuestas no daban tregua, hacía calor, soplaba el viento con ganas, nos acababa de caer un chaparrón tropical y allí seguía la mujer con su trotecillo, una gringa de setenta y cinco años que nunca perdía la sonrisa. No sé cuál habría sido el título de esta entrada si no nos hubiéramos encontrado pero eso ya da lo mismo.
Era una conversación recurrente en mis años de bicicletero. Sudábamos la gota gorda para llegar a lo más alto y cuando estábamos allí, disfrutando de la tan bien ganada vista panorámica, invariablemente llegaba un dominguero con su BMW X3 o similar por esa misma pista de tierra, nos llenaba de polvo, se bajaba del coche, tiraba unas fotos desde el mirador de turno y se largaba. Y allí nos quedábamos nosotros, polvorientos y preguntándonos por qué hacíamos lo que hacíamos, por qué elegíamos siempre la vía difícil. Creo que ya tengo la respuesta.
Un privilegio de los mortales, uno de los pocos, es elegir la manera en la que queremos matarnos. Si no lo hacemos cuando todavía estamos a tiempo el paso de los años se encargará de hacerlo por nosotros, que ninguno tenga la menor duda de eso. Dejé de fumar y de empinar el codo ya ni me acuerdo, salvo rarísimas excepciones no me lleno de hollín los pulmones y soy solo un bebedor social de tercera división, abstemio prácticamente. Sin saberlo debía de llevar tiempo buscando una nueva estrategia suicida y he acabado encontrándola. Correr un maratón es una agresión brutal contra tu cuerpo, no creo que nadie lo pueda negar: todo lo que alguna vez en la vida te ha dolido acaba volviendo a aparecer por ahí; junto a esos viejos conocidos aparecen además punzadas nuevas, agudos pinchazos en músculos que ni siquiera sabías que existían. Y todo ese sufrimiento lo cambias por algo inmaterial que vale bien poco a ojos del que recorre la isla en su BMW X5 o equivalente para hacerse un selfie ante cada moái y publicarlo en Facebook -cambian los tiempos y las tecnologías pero el modus vivendi de los domingueros es imperecedero-.
Si antes de empezar hubiese tenido que apostar por mí o por el de la foto creo que habría terminado apostando por él. Y sin embargo, contra todo pronóstico, en mi primer maratón la batería de este que os escribe duró más que la de mi reloj. En realidad ni me acordé de que lo llevaba puesto, solamente corrí hasta el final.
Muchas horas después, cuando el océano Pacífico ya se había tragado el sol, Sharon cruzó la línea de meta. Fue la última en llegar, sonriendo como siempre, y se llevó la ovación más fuerte que he escuchado jamás.