Rapa Nui

Si pienso en todo lo que llevo andado, Isla de Pascua es sin duda el lugar de nuestro planeta donde más complicado me ha resultado diferenciar los hechos históricos del torrente de mitos que circula en torno a ellos. Pero como alguna vez ya he dicho este blog se escribe desde la esquina contraria a la del rigor, así que, de todo lo que he podido leer antes de este viaje y de los mil cuentos que escuché a los pascuenses cuando estuve allí, simplemente os voy a dejar con lo que más me gustó, que no tiene por qué ser necesariamente lo más cierto.

Hotu Matu’a lideró a su pueblo en un viaje sin retorno por el Pacífico. El punto de partida de aquella expedición pudo estar en alguna de las islas Marquesas y quizá sucediera en el s. XIII aunque distintos autores remontan el advenimiento al s. VIII e incluso al s. IV. Sobre el origen polinésico de los colonos parece existir cierto consenso pero tampoco faltan illuminati que hablan del planeta Marte. Por qué no. Poco importa eso, fuera cual fuera su antiguo hogar, y fuera cual fuera la fecha del éxodo, lo sorprendente es que aquellos viajeros en sus cáscaras de nuez consiguieron encontrar en medio de la inmensidad del Pacífico un pedacito de tierra emergida exactamente de la misma extensión que el término municipal de mi pueblo. Eso sí que es puntería. Rodeados de todo ese agua aquel islote debió parecerles el ombligo del mundo y así es como bautizaron a su nueva casa: Te pito o te henua, que en su lengua significa precisamente eso. El nombre de Isla de Pascua llegaría mucho después, en el XVIII, cuando marinos holandeses descubrieron esa isla para Occidente el 5 de abril de 1722, coincidiendo con el día de Pascua de Resurrección. Todavía más tarde, en el XIX, navegantes tahitianos emplearon Rapa Nui para referirse a ella, y por lo visto lo hicieron debido al parecido que encontraron con una de las islas conocidas por ellos y a la que llamaban Rapa Iti, es decir, «Isla Pequeña». Y ya tenía que ser pequeña  para bautizar su nuevo hallazgo como «Isla Grande», que es lo que Rapa Nui significa. Actualmente esta es la denominación empleada por los nativos a pesar de su procedencia foránea.

Cuando uno emprende una larga travesía es de sentido común llevar lo necesario para sobrevivir al viaje, además de lo imprescindible para comenzar una nueva vida en la tierra por descubrir. Y en ese kit de supervivencia lo divino también estaba incluido. Pero imagino que en la soledad de aquella isla los dioses devotamente traídos en el subconsciente colectivo empezaron a resultar cada vez más lejanos con el paso de los años, demasiado distantes para poder echar una mano en caso necesario. Los descendientes de Hotu Matu’a y de los demás pioneros empezaron entonces a depositar su fe en los hombres, en los hermanos que por su valor, ingenio o destreza conseguían destacar entre los demás. Cuando la muerte se los llevaba se negaban a olvidarlos y honraban la memoria de aquellos héroes con enormes esculturas de piedra para que su fuerza se mantuviera con ellos. Buscaban la protección y guía de sus antepasados, y no la de un dios invisible. Y eso es lo que son los moáis, una expresión de culto ancestral.

Arriba a la izquierda: Moái en Rano Raraku; arriba a la derecha: Moái en Hanga Roa; abajo a la izquierda: Ahu Tongariki; abajo a la derecha: Ahu Akivi

Esculpían in situ sus moáis, justo en el lugar en el que se encontraba la piedra volcánica elegida, pero ese no era su emplazamiento final. El moái tenía que llegar a la aldea de destino y eso podía ser en el otro extremo de la isla. ¿Cómo lo hacían? ¿Cómo podían desplazar esculturas de decenas de toneladas a esas distancias a través de un relieve tan accidentado? Para complicar más el porte muchos antropólogos creen que los moáis eran desplazados en posición vertical gracias a un sistema de cuerdas en lugar de tumbados sobre troncos rodantes. Esta última opción sería la más sensata pero teniendo en cuenta que para ellos cada moái era algo sagrado desde el momento de su talla, y por lo mismo que una virgen o un santo no se sacan en procesión de cualquier manera, quizá la teoría de los moáis erguidos no ande muy descaminada. Cualquiera sabe, porque el rapanui que me alojó en su casa los días previos a la carrera tenía su propia versión de los hechos: me contó que su abuelo sabía a ciencia cierta que a los moáis les salían patitas nada más nacer y caminaban hasta el lugar exacto donde se los esperaba, ni un poco antes ni un poco después. Y eso es lo que yo creo también.

Lamentablemente todo en la vida parece estar condenado a acabar, y la bonita y misteriosa historia de los moáis tampoco pudo escapar al destino infame que sobrevuela a todos los hombres y a todas las cosas. Una civilización surgida en mitad de ninguna parte sorprendió al mundo por su extraordinario nivel de organización y desarrollo, y sin embargo fue incapaz de prever su propio declive: siglos de incremento sostenido de la población llevaron a una isla de recursos limitados al borde del colapso ecológico. Después vendrían las luchas entre clanes por la supervivencia y un nuevo culto religioso acabó imponiéndose. Los moáis serían olvidados.

Desde fuera de la isla nada bueno llegó tampoco en su historia reciente. Los traficantes de esclavos y enfermedades desconocidas hasta entonces como la viruela llevaron a los nativos al borde de la desaparción. El número de habitantes pasó de varios miles a apenas un centenar en la segunda mitad del s. XIX. Afortunadamente el pueblo rapanui no es de los que se deja vencer y contra pronóstico el linaje de Hotu Matu’a consiguió sobrevivir, y con él la tradición oral de una cultura excepcional. Si alguna vez vais por allí os contarán una historia mágica sobre cada rincón de la isla. A mí me las contaron.

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