Si alguien necesita una cura de soledad, el de la foto es su lugar. Hay entre las provincias de León y Valladolid un auténtico desierto de almas, una tierra lobera de baldíos, matas de encina y palomares abandonados. Cualquiera podría caminar días y días por esta comarca de páramos pedregosos sin topar con nadie, y si por un milagro del destino un paisano apareciera, dudo mucho que saludase, así de rancios somos. Lo dicho, ideal para encontrarse a uno mismo. Haberme criado aquí me hace anhelar siempre el despoblado, vaya adonde vaya la multitud me estorba, y hasta en Laponia sentí que sobraba gente.
Los madrileños en cambio viven apretados en la gran ciudad y cuando llega el verano van a Gandía, todos juntos. Incluso se ponen de acuerdo en los horarios de salida y llegada para no tener que ir solos por la autovía. Aman los atascos y la calidez del rebaño. Hasta donde yo sé hacen lo mismo en el resto de los periodos vacacionales, puentes y fines de semana, quizá cambiando el Mediterráneo por alguna estación de esquí, pero siempre en plan gregario. No soportan la idea de quedarse solos en Madrid o el llegar a un destino no atestado de gente. Esto es algo que a los del norte de Castilla siempre nos ha llamado mucho la atención porque representa una forma de entender la vida radicalmente contraria a nuestra forma de ser. Las veces que he tenido delante a uno de la capital he olvidado preguntarlo, así que voy a aprovechar la ocasión para hacerlo ahora: ¿Qué miedo atávico es ese que os impulsa a moveros en bandadas como los estorninos?