Cadáveres de cemento

El de la foto es un cadáver de cemento, uno de tantos. No está lejos de Valladolid y en este caso concreto tiene forma de centro comercial, aunque en España el repertorio es variadísimo y abarca desde rotondas en medio de la nada hasta aeropuertos fantasma, esos que nunca en su vida llegaron a conocer un avión. Pasen y vean. Si por algo se caracteriza el urbanismo descerebrado es por su capacidad de hormigonar sin criterio, caiga quien caiga. Sacrificar el comercio tradicional o la movilidad urbana sensata son daños colaterales que palidecen ante un buen maletín lleno de billetes de quinientos. El negocio está ahí, en reclasificar y construir, ¿para qué mirar más allá?

En algunas ocasiones la alfombra de hormigón se extendió sobre antiguas tierras de labor y en otras fueron valiosos espacios naturales los que pagaron el pato. Y para más inri los promotores inmobiliarios tuvieron el cuajo de bautizar a sus criaturas como «La Vega» o «Entrepinos», con rótulos bien claritos en las entradas, recordando lo que allí hubo antes de ser arrasado. Ironía fina. Alguno podría pensar que en la era de las criptomonedas hablar de agricultura y biodiversidad resulta anacrónico porque nuestro desarrollo económico y tecnológico puede con todo, pero siento deciros que no, que seguimos siendo de carne y hueso, y por eso mismo el aire envenenado no nos sienta bien.

Es difícil saber cuándo empezamos a perder el sentido común, pero echando la vista atrás resulta obvio que las cosas comenzaron a empeorar muy deprisa a mediados del siglo pasado. Debió de ser por entonces cuando los últimos alquimistas medievales supervivientes, aquellos emperrados en transmutar el plomo en oro desde la noche de los tiempos, tiraron la toalla definitivamente. Se dieron cuenta de que la verdadera alquimia se practicaba en las concejalías de urbanismo.

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