La del gato y el pescador

Exactamente ahí estaban los dos el día de enero en que llegué a Malta. Ahí pasaban la tarde de ayer cuando les tiré la foto y ahí seguirán cuando yo me haya marchado el próximo fin de semana. Son inseparables, forman una sociedad que solo se romperá, a regañadientes, cuando el calor atraiga a la avalancha guiri. Llegado el verano, en ese mismo lugar, en vez del Mediterráneo con sus apacibles isleños únicamente veríais hordas de ingleses en distintos grados de rojez y embriaguez, invadiendo tierra y mar. Ni un solo metro cuadrado se les concede a los pescadores locales y sus fieles mininos.

Ahora en invierno convivimos pacíficamente castellanos en manga corta, como este que os escribe, con malteses muertos de frío a los que incluso se puede ver con bufanda por las mañanitas, que son frescas pero no tanto. Para echar de comer aparte son los poquísimos turistas austrohúngaros que se animan a bañarse -hay que reconocer que son duros los europeos de más arriba-. Pero como digo, aquí en temporada baja estamos básicamente cuatro gatos, además de los gatos propiamente dichos, que son muchos más. Porque Malta sigue siendo el país de los gatos, tal cual lo dejé casi una década atrás.

Hay gatos caseros -yo, sin ir más lejos, comparto mi casa con Max y Missy- y también los hay callejeros, más o menos urbanitas. Y después están los gatos pescadores, como el de la foto; gatos que, bueno, técnicamente no pescan porque zambullirse siempre fue desagradable para los de su especie y lo de mojarse el culo no va con ellos, pero que ofrecen su compañía a los pescadores malteses a cambio de un pececillo de vez en cuando.

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