Candelario Mancilla

Todos los geógrafos, incluso los no practicantes como yo, tenemos fijación por los mapas. Es una atracción extraña, algo así como un tipo de deformación profesional que no termina de irse por más años que pasen. Y os puedo asegurar que en mi caso ya han pasado unos cuantos desde que me licencié. Quizá yo, concretamente yo, les guarde un cariño especial porque allá por el siglo XX mis primeros pasos laborales tuvieron que ver con ellos, con los mapas. Aún no he olvidado que mi primera nómina de noventa y nueve mil pesetazas me la gané digitalizando cartografía catastral. Qué tiempos.

Objetivamente los mapas aportan información valiosa, por eso los inventamos. No se necesita ser geógrafo, exgeógrafo o militar para darse cuenta de ello. Los civiles recorren el mundo con ellos porque son una herramienta utilísima para cualquier trotamundos, el complemento indispensable a la literatura viajera que debe vivir en cualquier mochila. Un simple vistazo a un mapa te ubica en tu planeta, te familiariza con la porción del territorio que estás recorriendo en ese momento y rápidamente te da pistas sobre la mejor manera de alcanzar tu meta siguiendo este o aquel otro camino; te informa sobre los núcleos urbanos cercanos y sobre los paisajes espectaculares que no debes obviar; sus curvas de nivel hablan silenciosamente de lo encajado que discurre un río a lo largo del valle o lo empinada que va a ser la cuesta que te espera; y además están los topónimos.

Yo soy un enamorado de los topónimos, es lo primero que miro cuando un topográfico cae en mis manos. Leer Garganta del Diablo o Paso de los Vientos sobre un mapa dice mucho más que cualquier parrafada. Sin embargo reconozco que no supe que pensar al leer Candelario Mancilla. Con esas dos palabras estaba marcado mi próximo destino y lo último que esperaba encontrar al llegar allá era una sepultura con tal nombre. Unos pasos ladera arriba del improvisado camposanto vivía en una pequeña cabaña Justa Mancilla, una abuela de armas tomar y de gesto serio, cualidades necesarias ambas para vivir toda una vida, noventa años largos, en ese paraje dejado de la mano de Dios. Ella, la hija de José Candelario Mancilla Uribe, fue quien me aclaró adonde había llegado.

La lancha que cruza uno de los muchos brazos del lago O’Higgins es el único modo de acceder, y solamente cuando el mal tiempo no lo impide, a Candelario Mancilla desde Villa O’Higgins. Tragón que es uno, para aprovechar el tiempo de travesía en esa pequeña embarcación me comí un bocadillo de salchichón de tres cuartos de barra, media tableta de chocolate, una bolsa de cacahuetes, un plátano y una naranja. Por ese orden. No hacía ni media hora de aquella merienda pantagruélica cuando la señora Justa, en cuya casita de la otra orilla del lago yo iba a pasar la noche, me ofreció la cena. Sostuve por un instante su mirada y enseguida comprendí que declinar la oferta habría sido un gravísimo error, que definitivamente aquella abuelita de rostro severo no era de las que aceptaban noes como respuesta. «Vale más cenar dos veces que dar explicaciones» fue lo que pensé. Fiel a esa máxima que siempre viaja conmigo me tuve que enfrentar a un caldo de pollo con fideos y a un asado de ternera con su tortilla de acelgas y sus patatas cocidas. Arroz con leche de postre.

Mientras yo recenaba Justa Mancilla me explicó quién fue su padre, un pionero llegado a estas tierras del confín meridional de la región de Aysén a principios del siglo pasado. Un aventurero capaz de levantar una explotación ganadera y de fundar una familia numerosísima en medio de un despoblado absoluto. Un colono asentado sobre un territorio especialmente conflictivo, de fronteras imprecisas entre Chile y Argentina, que prestó su apoyo incondicional a los carabineros en los momentos de mayor tensión entre ambos países. Un tipo capaz de todo eso y que aún sacaba tiempo para improvisar aeródromos con la sola ayuda de sus manos y una yunta de bueyes.

Entre las vueltas que da uno en la cama antes de dormirse cuando se tiene la barriga muy llena pensé esa noche que aquellos sí eran hombres, y que yo en cambio no duraría vivo ni cuatro días si me soltaran en los inhóspitos parajes patagónicos de la época del señor Candelario. No, definitivamente no tenía madera de pionero. Pero antes de dar la última de esas vueltas y de llenar de zetas el aire de mi pequeña pieza de invitado, recuerdo haberme concedido -no sé, quizá por no ser tan duro conmigo- que claramente estaba entre los buenos cuando de cenar dos veces se trataba. Para no hacer enfadar a la señora Justa había dejado tres relucientes platos sobre la mesa de la cocina.

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