Geografía de otros tiempos

En la casa de mi tío se podía encontrar de todo, desde aperos agrícolas medievales hasta misteriosas grutas excavadas en la tierra que nacían en la bodega, entre botellas de vino, y nadie sabía dónde acababan. Oscuras, estrechas y claustrofóbicas, supongo que como todas las cuevas, a mí me sirvieron desde muy niño para tener claro que de mayor no quería ser espeleólogo. En el capítulo de los seres vivos estaban los gatos, gallinas y conejos, y un par de mulas también; y un laurel y una higuera no lejos de un pozo en el corral. El auténtico paraíso para cualquier crío.

Una escalera de madera que siempre crujía bajo los pies iba a dar a una habitación desangelada de olor inclasificable. Allí, en una estantería junto a la ventana, descansaban todos los libros de la casa, algunos tan viejos como mi tío y otros bastante más. Nunca les hice caso. Ahora, cuando todo aquel mundo desapareció y es un recuerdo lejano, dos de esos libros que mi hermana rescató llegaron hasta mí para acompañarme. Son los restos de un naufragio que me ayudan a no olvidar.

Con ellos aprendí también geografía de otros tiempos. El manual de la fotografía, de 1909, es la undécima edición de la obra titulada Geografía elemental astronómica, física, política y descriptiva. Está lleno de piedras preciosas y una de mis favoritas es la que sirve para abrir el capítulo de Geografía Política. Dice así:

El hombre es el ser más perfecto que existe en la Tierra, pues reúne en su cuerpo las perfecciones de todos los animales, y a todos los domina por su inteligencia y voluntad.

En defensa de su autor, el insigne murciano D. Juan de la Gloria Artero, diré que la soberbia que destilan esas líneas es más propia de los ingleses de época victoriana que de los españolitos de a pie. Pero en aquel tiempo el Imperio británico tenía el mundo bajo sus pies y ellos dictaban cómo debía ser visto; y todo se pega en esta vida, sobre todo lo malo. Diré también, asomándome al asunto con perspectiva histórica, que el siglo XX estaba aún agazapado, esperando en silencio a que llegara el momento de regar la tierra con la sangre de las guerras mundiales y de explotar sin medida unos recursos naturales que se creían infinitos. Así que, después de todo, quizá a finales del XIX se podía aún pecar de soberbia e ingenuidad porque lo peor estaba por llegar.

Muchos millones de muertos en guerras que no dejan de repetirse, recursos sobreexplotados y especies extinguidas han servido para conocernos mejor. Cien años han pasado y ya podemos estar seguros de que la perfección nos queda muy lejos. Espero que los redactores de libros de texto de nuestro tiempo sean conscientes de ello.

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