Esta mañana he contado media docena de cámaras de vigilancia, y eso solo en el tramo de calle donde vivo; todas nuevecitas, como la de la foto. Parece que los perros fieros, las alarmas domésticas y los vallados electrificados ya no son suficientes. No basta con impedir que entren en tu casa, se ha convertido en obligatorio fichar a cualquiera que pase cerca, aunque vaya camino del súper. Por si las moscas.
Ando por la acera y no sé ni qué cara poner para no parecer sospechoso. Todo esto es nuevo para mí, pero apostaría a que no es un caso transitorio de paranoia postpandémica, tengo la impresión de que esta obsesión colectiva por la seguridad ha venido para quedarse. Si algún jovenzuelo lee esto y no sabe a qué dedicarse de mayor, yo le diría que en el negocio del miedo hay un filón.