Mucho hielo

La aventura ha durado once días, lo justo para tocar con la punta de los dedos el flequillo de una isla enorme, tan descomunal que dentro de su perímetro se podría acomodar veintiocho veces un país del tamaño de España. Así es la Antártida, el continente de horizontes inabarcables situado lejos de todo y de todos, y con hielo, con mucho hielo.

Zarpando desde Ushuaia, y una vez dejado atrás el Beagle, la manera más habitual de hincarle el diente a semejante mole es navegar el mar de Hoces rumbo sur por unas aguas no aptas para los propensos al mareo. Casi dos días de travesía muy movida son necesarios para divisar por fin tierra: son las islas Shetland del Sur, la antesala de un mundo frío completamente ajeno a los moradores del resto del planeta. Desde allí ya se adivina la península antártica como un brazo de tierra que prolonga hacia el norte el continente helado.

Porción antártica de las mil ochocientas millas náuticas navegadas

Pasaron muchas cosas en muy poco tiempo. Pero si tuviera que elegir una sola de ellas me quedo con la inocencia en la mirada de las focas de por allá, va directa al cajón de mis recuerdos favoritos. Todos los animales salvajes con los que me crucé antes ya habían aprendido a temer al hombre, y por muy buenas razones. Ese es un miedo que aún no ha llegado a la Antártida.

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