Ciudadano Gobo

Alguno va diciendo por ahí que ha vivido un mes en tal o cual país. Me río yo. Esas escapadas simplemente entran en la categoría de vacaciones largas. Por lo que a mí respecta, y a pesar de la absoluta deriva existencial de los últimos tiempos, debo reconocer que vivir, lo que se dice vivir, solo he vivido en España. Lo de Sudáfrica, México, Australia y similares no fueron más que turistadas prolongadas con el portátil a cuestas. En Malta y Portugal, países en los que pasé cerca de un año, llegué a intuir vagamente cómo funcionaban las cosas, nada más que eso. Sobre Reino Unido y Chile ya podría contaros bastante más, aunque sin llegar por supuesto al nivel de conocimiento de los respectivos nacionales. De este último país en particular tengo batallas para aburrir.

Si lee esto algún compatriota expatriado de postín, de esos que trabajan en multinacionales molonas, lo que voy a contar a continuación le sonará a chino, básicamente porque ellos ya llegan con todo arregladito. Estoy seguro en cambio de que mi historia resultará bastante más familiar a cualquier haitiano, peruano o venezolano de los muchos que han venido aquí con una mano delante y otra detrás. En este último grupo también estamos incluidos los españoles sin oficio ni beneficio.

Chile no es un país que se lo ponga especialmente fácil a los recién llegados. Gestiones tan sencillas en otros lugares del mundo como el abrir una triste cuenta bancaria aquí pueden ocasionar auténticos quebraderos de cabeza a cualquiera. Es habitual que trámites en el Registro Civil, Extranjería o PDI vayan precedidos de colas kilométricas -kilométricas literalmente-. Carpeta rebosante de solicitudes y formularios en mano, en esas filas interminables he hecho más vida social últimamente que en los bares. Son un ecosistema en sí mismas, allí puedes encontrar desde el tipo que te ofrece sándwiches para acallar el rugir de tripas en las largas esperas hasta los profesionales del madrugue, que venden a los más perezosos su puesto en la formación de a uno por entre doce y catorce luquitas -tarifas así se manejaban en ese curioso mercado cuando yo me movía por él-.  También están los de las cervezas y sombrillas en verano y los de las bufandas e infusiones en invierno. En ninguna época del año faltan los que se acercan con su oficina portátil sobre un carrito de supermercado para ofrecer servicios de reprografía: fotocopias a precio módico para los olvidadizos y falsificaciones algo más caras para los listillos. Esas hileras pobladas de extranjeros son además uno de los mejores lugares para degustar productos tan chilenos como las sopaipillas o el mote con huesillo -imagino que será porque los vendedores callejeros locales se ven irresistiblemente atraídos hacia semejantes aglomeraciones de clientes potenciales, encadenados todos a una ventanilla funcionarial por una cadena invisible que les impide huir-; chorrillanas del país y arepas venezolanas, de todo se puede encontrar en esas ferias gastronómicas de los simpapeles.

Vivir en un país no tiene nada que ver con visitar sus lugares turísticos. Vivir en un país es llegar a conocerlo, y para eso es necesario sufrirlo. A punto he estado de tirar la toalla esta vez, Chile casi pudo conmigo, sin embargo en el último momento vino en mi auxilio un viejo truco que aprendí a lo largo de los muchos años trabajados en los arrabales de distintas administraciones de mi país, en esas del vuelva usted mañana. He escrito truco por no escribir atajo, pero en el amor, la guerra y la burocracia todo vale, y encabezando esta entrada podéis ver, finalmente, mi flamante y desenfocado carné de chileno extranjero. De largo uno de los trofeos más currados en toda la historia de malviviendodelpoker.com.

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