Dulce de leche

A menudo la primera toma de contacto con un nuevo destino tiene forma de taxi. Siempre he pensado que es el colectivo profesional que mejor sintetiza la idiosincrasia local, y muy probablemente ello sea porque de tanto dar vueltas en las calles esa misma sangre urbana acaba corriendo por sus venas. Si, por ejemplo, alguno se animara a visitar mi ciudad, descubriría que los taxistas de por allá no son especialmente habladores, es la COPE la que habla por ellos. En cualquier caso, cuando el viajero avisado aplica el oído, enseguida descubre que esas ondas de radio hacen las veces de carta de presentación y dibujan en el aire una rápida composición del lugar. Después de unos minutos ese hipotético mochilero tendrá en mente una imagen general de la capital castellana, una imagen episcopal ciertamente, pero una imagen al fin y al cabo.

En Buenos Aires los taxistas son bastante más parlanchines, prefieren dar conversación a escuchar la radio. Al menos esa es la impresión que me he llevado. Y son todos unos expertos en inflación y tipos de cambio. Y por ahí fue por donde arrancó nuestro intercambio de impresiones. Hablando de los desastres de la economía nacional el porteño de Uber enseguida me adelantó, como para curarse en salud antes de escuchar mi réplica, que las cosas malas que pasaban en el país tenían que ver con sus genes españoles e italianos. Y ahí ya me dejó sin argumentos porque, si de corrupción hablamos, España es de largo la campeona de Europa y hasta donde yo sé los italianos tampoco son mancos. En un hipotético campeonato mundial de la disciplina mis paisanos lucharían por las medallas. Cierto es que en el ancho mundo hay rivales tan fuertes como Somalia, Afganistán o Corea del Norte, pero con un poco de entrenamiento podríamos estar ahí.

En fin, que me defendí como pude y al final el tipo acabó concediéndome que algunas cosas buenas habíamos dejado, entre ellas el gusto por comer bien. Eso es algo que siempre se ha reconocido a españoles e italianos. Algo bueno teníamos que tener. Y en la gastronómica conversación que siguió tuve tiempo de aprender a ubicar el matambre, el bife y las tiras de asado. Puede que no me haya convertido en una autoridad en el despiece argentino del vacuno, pero vaya, que sé bastante más de lo que sabía. La tirada desde el aeropuerto de Ezeiza hasta el barrio de La Boca es larga y hubo tiempo de llegar a los postres. Y ahí aprendí que el dulce de leche en Argentina es casi una religión. No es que no supiera de su existencia, de hecho en Chile es muy popular aunque lo llaman de otra manera y en España no es un completo desconocido, pero como digo los argentinos sienten auténtica devoción por él.

Tanto y tan bien me habló el taxista del dulce de leche que lo primero que hice al llegar, antes incluso de dejar la mochila, fue buscar una heladería. Y nada más cruzar la puerta caí en la cuenta de que no iba a ser sencillo decidir. Me di de bruces con unas vitrinas casi monotemáticas: dulce de leche americano, dulce de leche clásico, dulce de leche granizado, dulce de leche Katmandú… Al llegar ahí colapsé porque la lista parecía interminable: dulce de leche Oreo, dulce de leche pampeano, dulce de leche patagónico, dulce de leche suspiro limeño… Aquello no se acababa nunca y solo hacia al final, en una esquina hasta la que nadie llegaba, me pareció vislumbrar al chocolate y a la vainilla muertos de asco.

El de la foto fue mi primer helado de dulce de leche en la Argentina. No recuerdo su apellido pero estaba buenísimo. Y todos los demás que probé después también.

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