Peterborough es a Londres lo que Móstoles a Madrid: un querer y no poder.
A las resultonas reglas de tres siempre las he visto como la cúspide de las matemáticas, probablemente porque nunca llegué mucho más allá. Ya siendo mozo, una profesora de mates que se llamaba Emilia fue la encargada de presentarme a las derivadas. Y a mí aquello me pareció ciencia oscura. Sería muy fácil ahora echarle la culpa a ella por no haberse sabido explicar, o a los rancios institutos rurales de aquella época por ser como eran. Pero no, para no faltar a la verdad debo decir que los enemigos no fueron ni los docentes sin vocación ni el sistema educativo posfranquista: el enemigo estaba sobre mis hombros. La triste realidad -a mi falta de luces me refiero- se hizo aún más evidente cuando poco después hicieron acto de presencia las terroríficas integrales. ¿Qué demonios era aquello? ¿Dónde habían quedado las sumas y restas de toda la vida?
Y escapé. Mi bachillerato fue una alocada carrera desde las ciencias hasta las letras. Y en esa huida cambié mis opciones de insertarme en el mercado laboral con un sueldo digno por un poco de cultura general. Ni me arrepiento de ello ahora ni me arrepentí entonces. Cierto es que los de mi calaña tenemos más problemas para llegar a fin de mes que los ingenieros aeronáuticos o de telecomunicaciones, pero jugando al Trivial Pursuit los barremos. Unas por otras.
En Historia del Arte estudié a Vincent van Gogh y a Jan van Eyck, y a unos cuantos vans más también, aunque mejor vamos a quedarnos con dos de los más conocidos para no hacer la lista excesivamente larga. Después la vida me enseñó que los museos que albergan sus obras se encuentran en los centros de las ciudades molonas y no en sus arrabales, y por esa razón a los miembros del lumpemproletariado con inquietudes culturales no nos queda más remedio que tirar de tren -coche no tenemos-. Así es la cosa, si yo fuera uno de los arquitectos estrella de Norman Foster trabajaría con vistas al río Thames y podría acercarme al National Gallery cada día dando un paseo. A estas alturas ya tendría contados todos los pétalos de esos famosísimos girasoles, y quizá hasta hubiera desvelado los misterios que oculta el espejo del fondo de la estancia donde posan Giovanni Arnolfini y su esposa. Sin embargo para un tahúr de letras condenado al extrarradio por su mala cabeza darse un barniz museístico no es tan inmediato. Ya tocaba este fin de semana.