No es que a mí me hagan falta excusas para entrar en un bar y pasar allí las horas muertas, pero debo confesar que en aquella ocasión eché toda la tarde en uno en particular porque no pude resistir la tentación de subir la escalera que hacía las veces de carta de presentación del garito en cuestión. Borges & Álvarez se llama, si alguna vez pasáis por El Calafate no dejéis de preguntar por él porque merece la pena.
Como os decía, el bar saluda al personal con los peldaños que podéis ver en la fotografía junto a este párrafo. Cada uno de ellos es un libro y todos juntos, uno detrás de otro, conducen hasta el altar presidido por dos pesos pesados de la literatura universal: Julio Cortázar y Jorge Luis Borges. Con estos dos argentinos ilustres pasé mis primeras horas en Argentina.
Ellos son los principales responsables de que haya leído tan poquísimo en mi vida. Necesité casi un año para terminar de digerir una de las novelas más conocidas de Cortázar, Rayuela, y recuerdo haberme peleado a cara de perro con muchos de los relatos de Borges. Después de esas largas batallas quedaba tan cansado que tardaba meses en volver a acercarme a cualquier papel escrito. Cansado pero con muy buen sabor de boca.
Aunque no todo fue hojear libros y curiosear las tiras de Mafalda y recortes de periódico que empapelaban las paredes. Hubo tiempo también para platicar con los parroquianos y de preguntar qué planta era esa que había fotografiado unas horas antes con mi móvil. «Eso es calafate, es muy común en este lugar», me dijeron. Y así fue como descubrí el por qué del nombre de la ciudad en la que me encontraba. Y lo buena que está la cerveza artesana que por aquí se mezcla con esas bayas azules.
En El Calafate, a 19 de marzo de 2018