Los colibríes desde mi ventana

«Los colibríes desde la ventana de la habitación que está justo al final del pasillo a mano derecha»; ese tendría que haber sido el título del post para no faltar a la verdad, pero definitvamente al relato le convenían las cinco palabras que he elegido como encabezado por pura economía del lenguaje y porque a mí me parece que queda más literario, o por lo menos no tan machaconamente descriptivo. Sin ánimo de ofender, una entrada de blog a lo último que debería parecerse es al atestado de un guardiacivil o a la memoria del proyecto de un ingeniero.

Así es la cosa, escribir y contar mentiras es todo uno. Eso es algo que he aprendido desde que soy bloguero. Suelo decir la verdad cuando el español sale de mi boca pero, por razones misteriosas, esas mismas palabras van por donde quieren sobre el papel. Pensando en ello se me ocurre que puede ser por falta de dominio del oficio de escribidor. Llevo mucho más tiempo hablando castellano que escribiéndolo y por eso creo que soy infinitamente más preciso con lo dicho que con lo redactado. A la hora de parlotear en inglés -idioma que aún me supera por los cuatro costados cuando de speaking se trata- suelto unas bolas como catedrales de grandes, y no es que sea esa mi intención, simplemente sucede que las palabras no se ordenan en mi cabeza como deberían antes de llegar a la sinhueso. Mis dificultades con la segunda lengua podrían probar la teoría de las mentiras involuntarias, de las trolas por pura torpeza. No lo sé, habría que consultar a un filólogo.

En fin, el caso es que la bignonia naranja que tenemos en el jardín está floreciendo y a los colibríes parece atraerlos como un imán al hierro. Esto sí es cierto.

Desde la ventana de la habitación que está justo al final del pasillo a mano derecha puedo verlos de vez en cuando, y eso es algo definitivamente llamativo para un terracampino. Esa ventana en concreto, la que mira al norte soleado, lo que sería el sur para los habitantes de la otra parte del globo, es el mejor lugar de la casa para observarlos ir de flor en flor. Batir las alas a mil por hora les permite permanecer estáticos en el aire y volar en cualquier dirección para llegar así al preciado néctar, la gasolina que los mantiene con vida, pero el gasto energético que supone desplazarse de esa manera les condena a alimentarse sin descanso si quieren despertar al día siguiente. Eso sí que es vivir al día y no lo que van diciendo por ahí. Con todos ustedes… ¡el colibrí austral!

Fotografía por cortesía de Wikipedia. Ya os podéis imaginar que, en su trajín diario, estos animalejos no tienen mucho tiempo para colaborar con los fotógrafos aficionados.

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